Hace algún que otro año que acabé mis estudios universitarios de Psicología, pero recuerdo que profesores de diferentes asignaturas dedicaron mucho tiempo a enseñarnos los principios y mecanismos que subyacían al castigo. Querían asegurarse de que entendíamos cómo aplicar correctamente un castigo. A pesar de que hayan pasado unos años desde entonces, nuestra sociedad sigue utilizado el castigo, sobre todo en contextos donde se educa a niños y adolescentes. Yo también he sido víctima de la sociedad conductista, resultadista y adulta en la que vivimos y que tiene como principal arma el castigo y la sanción. No me arrepiento de ello porque ha sido para muchos la única opción que conocíamos. Afortunadamente me he formado, he leído y he investigado en relación con el castigo y he comprobado que dicha estrategia “educativa”, además de no ser legal ni ética, no sirve. Bueno, perdonad, claro que es eficaz, pero a corto plazo y solo para que el menor deje de hacer la conducta que queremos erradique. Seguramente detenga su comportamiento, pero no le enseñará las habilidades que precisa para desenvolverse en la vida. Y es que educar consiste en invertir a largo plazo pero siempre bajo la premisa de los buenos tratos. El castigo transmite desconfianza en el menor. Sentir miedo de la persona que está llamada a protegerte y cuidarte no creo que sea una buena opción. Y qué decir del castigo físico que, además de atentar contra los derechos de los niños, manda el mensaje de que el más fuerte o el que más pega es siempre el que tiene la razón.
Erradicar los castigos en las familias, colegios y en la sociedad es algo tremendamente complicado. Lo es porque se ha transmitido de generación en generación y, por lo tanto, son normativos; es decir, se transmiten de padres a hijos y están más que aceptados en nuestro día a día. Castigamos a los niños sin jugar a la videoconsola, sin ir a fútbol, sin ir al cumpleaños de un amigo, sin postre, retirándoles nuestra atención y nuestro cariño, sin salir a la calle… La lista es interminable. Seguro que se os ocurrirán muchos más. El caso es que castigamos a nuestros hijos porque nuestros padres nos castigaban a nosotros de pequeños y nuestros abuelos a su vez castigaban a nuestros padres. No creemos en la comunicación respetuosa con nuestros hijos y, por supuesto, no podemos dejar una acción negativa sin sancionar. Si no castigamos es como si se salieran con la suya. Si las relaciones entre padres e hijos se caracterizan por las relaciones de poder es más probable que aquellos castiguen a estos. Los niños y adolescentes necesitan oportunidades, pues están en pleno proceso de aprendizaje y desarrollo de su autonomía. Ya nos gustaría que fuera tan fácil como decirles las cosas una sola vez. Lo cierto es que no es así.
El objetivo que persigue la persona que castiga es que el menor aprenda, pero no nos damos cuenta de que en realidad, lo que hacemos es humillar y no respetar al niño. Castigamos con aquello que más le duele. Hacemos daño, lo sabemos, pero es la única salida que encontramos en ese momento. El castigo no hace más que complicar más aún la situación, ya que a veces, lejos de reconducir el conflicto, intensifica la conducta no deseada. Tratamos de justificarnos a nosotros mismos o hacia los demás diciendo o pensando que lo hacemos por su bien, para que aprenda, pero lo cierto es que no es una manera eficaz de acompañar ni de aprender. ¿Cuántas veces nuestros hijos han llorado y suplicado que no les quitáramos aquello que tanto deseaban, pero ignoran u olvidan lo que hicieron mal? Guardarán en su memoria al castigador, pero se olvidarán de la acción realizada. Esto quiere decir que no es eficaz, no es válido para que aprendan. Por ejemplo, uno de los castigos más frecuentes consiste en mandar al menor al rincón de pensar. Ante una conducta no deseada de un niño de tres años, le mandamos a que se siente en una silla a pensar. ¿A qué? A pensar. Creo que poco puede pensar este pequeño sin la ayuda de un adulto que le respete y le ayude a integrar lo ocurrido. Es importante que el niño comprenda que no debe hacer determinada conducta porque se puede lastimar o es poco considerada con su amigo, pero no por sentir miedo a ser castigado. Los niños necesitan investigar, curiosear y ser autónomos, pero, en ocasiones, interpretamos todo esto como una falta de obediencia y un ataque personal, motivo por el cual les castigamos.
¿Qué ocurre en el cerebro de un niño que está siendo sancionado? Cuando castigamos a un niño sin postre o es expulsado de clase por su mal comportamiento, se activan las zonas inferiores del cerebro que son las encargadas de los instintos de supervivencia. Ante este castigo, el niño tendrá tres posibles reacciones: ataque, huida o parálisis. Todas ellas se ponen en marcha de manera automática, inconsciente y reactiva. Se liberan grandes dosis de adrenalina y cortisol, lo que incita a la acción e impide pensar, motivo por el cual el castigo invita ciegamente a la venganza. Al estar hiperactivada la parte del sótano cerebral (instintos y emociones), difícilmente se puede conectar con el ático cerebral (pensamiento crítico, razonamiento, funciones ejecutivas, etcétera). De esta manera no podemos ser conscientes ni pensar sobre lo ocurrido y, por lo tanto, solo obedecemos a nuestra parte más instintiva y emocional. No existe un aprendizaje real, ya que para ello es imprescindible el amor, el respeto, la paciencia y los buenos tratos a la infancia. El niño, ante el castigo, se puede mostrar enrabietado (ataque) o con miedo (huida o parálisis). Esto ocurre en un primer momento, pero después aparece la culpa, la vergüenza y el niño piensa que es malo debido a sus actos. Todo esto debe ser sustituido por apoyo, comprensión y atribuciones adecuadas a sus actos. El castigo, al activar su parte del cerebro más primitiva e instintiva desconecta al niño de su parte lógica y pensante, además de no ayudarle a ser responsable y consecuente con sus acciones.
Por lo tanto, el castigo no es nada eficaz a largo plazo, además de no respetar al niño ni los derechos de la infancia. Sugiero al lector que piense por unos segundos en las diferentes maneras en las que fue castigado a lo largo de su infancia o cómo castigamos hoy en día a niños y adolescentes. Si estas maneras de “educar” en vez de ser ejercidas por un adulto hacia un menor fueran impuestas por un adulto hacia otro adulto estaríamos hablando de maltrato. Nadie tendría ninguna duda. El problema es que los adultos nos pensamos que los niños son nuestros y que podemos hacer con ellos lo que queramos. Nada más lejos de la realidad. Los niños no nos pertenecen. Las madres, los padres, los educadores y la sociedad en general estamos para acompañar y educar a los niños desde el cariño, el respeto y la tolerancia. Si entendemos el error como una oportunidad de aprendizaje será más fácil permitir al niño y al adolescente reparar el daño causado con su palabra o acción. Siempre, repito, siempre, estaremos a tiempo de sustituir el castigo por maneras más eficaces y respetuosas de acompañarles en este maravilloso camino llamado Educación.