El verano queda muy atrás, a pesar de que hace pocas semanas estábamos disfrutando de unas merecidas vacaciones. La inevitable y necesaria rutina hace que todo quede muy lejano. Aun así, fueron varios los hechos que me hicieron reflexionar profundamente durante ese tiempo y que, posteriormente, me animaron a escribir este artículo. Uno de ellos es el que paso a describir a continuación.
Eran las 12 del mediodía cuando me dirigía con mis hijos a un parque que estaba cercano a la casa en la que estábamos pasando unos días de descanso. Al llegar, nos encontramos con cuatro niños pequeños en el citado parque. Veo a un padre y a una persona mayor sentados en el banco, a sus cosas, mientras los pequeños juegan. A la vez que estoy empujando a mis hijos en el columpio, empiezo a conjeturar sobre las relaciones entre los adultos y los niños que están en el parque. ¿Quiénes son los nietos del abuelo? ¿Y los hijos del padre? A los pocos minutos, estando todos muy entretenidos, los niños en los columpios y yo buscando parentescos, el abuelo se marcha con su nieta y el padre con su hijo. Pero… ¡Si hay dos niños pequeños que no tienen a nadie de referencia! Están solos. El niño debe tener unos tres años y la niña unos cinco. Me acerco ellos, entre sorprendido y agobiado, y les pregunto: “¿Dónde están vuestros padres?”. La niña mayor me dice muy tranquila: “Están en casa”. El parque está a escasos dos metros de una carretera por la que pasan los coches. Echo en falta a un adulto que esté presente con ellos.
Esta situación me dio mucho que pensar. A lo largo del verano me topé con otras situaciones muy parecidas en las que los niños estaban solos. Sin ningún adulto que, aunque sea desde la distancia, supervise a los menores. Además, coincidió con que durante las semanas de vacaciones me estuve leyendo el magnífico libro de Daniel Siegel y Tina Payne Bryson titulado El poder de la presencia, el cual no solo os recomiendo con los ojos cerrados, sino que me invitó a seguir reflexionando sobre lo que veía en relación con la infancia.
A pocos les cabe la duda de que criar a nuestros hijos hoy en día es una tarea muy compleja por muchos motivos. Las largas jornadas escolares y laborales, las altas exigencias, las extraescolares, las prisas, el estrés y los dispositivos tecnológicos son algunas razones que nos llevan a considerar la crianza, en ocasiones, como una actividad de riesgo. La sociedad nos empuja a ser perfectos y a rendir por encima de nuestras posibilidades en todos los ámbitos, pero, sobre todo, en lo que al trabajo y al cuidado de los niños se refiere. Lo cierto es que los padres y los adultos que rodeamos a los niños debemos estar presentes, algo que no siempre ocurre.
El objetivo de este artículo no es culpabilizar ni hacer sentir mal a nadie sino, más bien, describir una situación cada vez más frecuente y preocupante. Los padres nunca somos culpables de la crianza de nuestros hijos, pues hacemos todo lo que está en nuestras manos con nuestra mejor intención, pero sí que debemos responsabilizarnos y hacernos cargo de lo que sucede y sus consecuencias. Siempre defenderé que los padres somos también víctimas del sistema y que hacemos, solo aquello que podemos. Nada más y nada menos.
Estar presentes para nuestros hijos implica no solo estar físicamente con ellos, sino que va más allá; se trata de verles, supervisarles y conectar con ellos y sus estados mentales y emocionales. No basta con estar físicamente presente. Los estudios sobre desarrollo evolutivo llegan a la conclusión de que uno de los mejores predictores de la felicidad y el equilibrio emocional de nuestros hijos es si tiene, al menos, una persona que esté presente para él o ella. El hecho de que un niño tenga a una persona presente, conectando con sus necesidades emocionales y protegiéndole cuando lo necesita, va a tener como consecuencia que será un adulto seguro de sí mismo, con pensamiento crítico y con capacidad de gestionar adecuadamente sus emociones e impulsos. Si queremos que nuestros hijos sean personas seguras, previamente debemos protegerles. De ahí que sea tan urgente y necesario proteger a la infancia.
Los niños que se sienten protegidos, que no sobreprotegidos, tendrán establecidos los pilares de lo que conocemos como apego seguro. Si protegemos a los niños, les estaremos dando la posibilidad y la confianza de explorar el mundo que les rodea, pues saben que si algo va mal o sienten miedo, siempre podrán regresar a su zona de seguridad. Solo si estamos presentes y conectados con sus necesidades vamos a tener la oportunidad de regular sus emociones ante las diferentes situaciones que puedan vivir. En ocasiones, los adultos poco podemos hacer para aliviar la tristeza o la rabia que están experimentando nuestros hijos, pero la simple presencia del adulto ya es tranquilizadora. Qué importante es saber que, por lo menos, nuestros hijos no llorarán de rabia, miedo o tristeza solos, sino que estaremos ahí acompañándoles y consolándoles.
Los padres somos conscientes que de no somos perfectos, cometemos errores. Lo hacemos lo mejor que podemos y sabemos, pero nos equivocamos y nos equivocaremos. No pasa nada por no acertar siempre, pero aquí sí que debemos mostrar nuestra madurez y hacernos responsables de nuestros actos. Por este motivo, la clave de la paternidad no está en ser perfectos y llegar a todo, sino en estar presente y en reparar el daño que les hacemos a nuestros hijos cuando nos equivocamos. Reparar consiste en mirarles a los ojos, pedirles perdón y enmendar el daño causado. Como ya hemos comentado anteriormente, los padres no solo tenemos la misión de ejercer de base segura de nuestros hijos, sino también del trampolín desde el que saltar para explorar e investigar todo lo que nos rodea. Una de nuestras funciones más relevantes como padres consiste en sintonizar o conectar con sus necesidades afectivas para, posteriormente, responder de manera contingente y respetuosa ante dicha necesidades.
Las diferentes experiencias vividas en los últimos meses (años, quizás) sumado a la lectura del imprescindible libro de Siegel, me llevaron a concluir varias cosas:
- Vivimos en un mundo cada vez más conectado tecnológicamente y menos conectado emocional y relacionalmente.
- Son muchos los estímulos y distractores que dificultan o impiden que tengamos tiempos y espacios para conectar con nuestros hijos.
- Los estudios científicos demuestran que cada vez nos miramos menos a los ojos a la hora de comunicarnos con los demás.
- El número de horas que dedicamos al uso de dispositivos tecnológicos (móviles, tabletas, ordenadores, televisión, etc.) está aumentado de manera exponencial.
- No son pocos los adultos que sustituyen las carencias emocionales y de tiempo por regalos materiales.
- Estamos inmersos en una gran crisis de valores: inmediatez, hiperexigencia, faltas de respeto, ausencia de empatía, poco esfuerzo y sacrificio, etc.
- Todos estos factores, y otros muchos más, hacen difícil que podamos desarrollar en nuestros hijos un apego seguro, una autoestima suficientemente buena, capacidad de empatía, perseverancia, buena capacidad de tolerancia a la frustración, etc. Como dice Pepa Horno, “uno no aprende a amar amando, sino sintiéndose amado”.
Tanto el libro de Siegel como lo que vengo observando en los últimos años, tanto en la calle como en consulta, me llevaron a tratar de buscar un nombre que recogiera todo lo que he querido reflejar en este artículo. Desde luego que no es mi propósito juzgar ni hacer sentir mal a nadie, solo pretendo reflejar una realidad que cada vez es más evidente y preocupante. El nombre que se me ocurrió y que pretende resumir todo lo explicado en este artículo es el de síndrome por ausencia parental. La falta de presencia adulta en los primeros años de vida tiene, irremediablemente, unas consecuencias para nuestros menores y jóvenes. Son muchas las causas que pueden provocar que nuestros hijos no estén lo acompañados que deberían estar y que no exista una figura adulta cerca de ellos. Solo pretendo que seamos conscientes de esta circunstancia y que, entre todos, podamos poner remedio antes de que sea demasiado tarde. Ahora, más que nunca, tratemos de conectar con nuestros hijos, estar presentes y disponibles para ellos.