Suelo decir que las emociones son entendidas en nuestra sociedad como si de un interruptor se tratara, es decir, solo existen dos posiciones extremas y opuestas ante las emociones: o bien se ocultan y ningunean o bien se exaltan a extremos insospechados. Las personas que se encuentran en el primer grupo no suelen expresar sus emociones puesto que hacerlo, entienden, es sinónimo de debilidad y fragilidad. En cambio, en el segundo grupo observamos a personas que ante determinados acontecimientos de la vida (rupturas, muertes, conflictos interpersonales, etc) se sienten completamente “secuestrados” y dirigidos por sus emociones. Y la realidad es que existen, además del negro y del blanco, diferentes gamas de grises. Aquí es donde quiero incidir; no debemos ignorar las emociones, pero tampoco debemos dejarnos arrastrar constantemente por ellas. En su lugar, abogo por una concienciación de las emociones y su correcto manejo. No debemos olvidar que las emociones son imprescindibles para la supervivencia y nos aportan una información valiosísima sobre nosotros mismos y el entorno en el que nos encontramos.
En el día a día es frecuente escuchar frases como “no llores por esa tontería”, “es absurdo enfadarse por eso” o “no deberías tener miedo a la oscuridad”. A decir verdad, resulta muy prejuicioso e injusto hacer este tipo de aseveraciones que todos hemos dicho en alguna ocasión a nuestros hijos. ¿El motivo? No tenemos control sobre las emociones, ya que estas son involuntarias, automáticas e inconscientes. Lo que sí que podemos controlar es la conducta asociada a la emoción, siempre y cuando se den las dos siguientes condiciones: en primer lugar, que el cerebro esté suficientemente desarrollado como para poder controlar, inhibir o postergar la expresión de la emoción; y en segundo lugar, aunque potencialmente podamos controlar la conducta, es imprescindible que nuestros padres o maestros nos hayan enseñado a regular esas conductas asociadas a las emociones. En esta segunda condición, hablamos de la importancia del entrenamiento y la práctica, o lo que es lo mismo, acudir al gimnasio de la regulación emocional. Veamos un ejemplo. Juan es un niño de cuatro años que se ha enfadado con su hermana Lucía porque ésta le ha quitado su tractor favorito. Una cosa es la emoción de rabia que experimenta Juan, que es legítima, y otra cosa bien diferente es la conducta asociada a la emoción de rabia. Siempre que experimentamos rabia o enfado, tenemos ganas de pegar, insultar o agredir. Y es legítimo y respetable que tengamos ganas de hacerlo, pero no es legítimo ni correcto que lo hagamos. El cerebro de un niño como el de Juan tiene pocas herramientas para controlar la conducta de pegar a su hermana por el hecho de quitarle el tractor, pero quizás esas herramientas han sido muy bien trabajadas en el gimnasio emocional por parte de sus entrenadores (mamá, papá, profesores, etc).
Retomamos la idea que comentaba antes de que las emociones son involuntarias, automáticas e inconscientes. Esto quiere decir que siempre que perdemos algo, inevitablemente experimentamos tristeza; cuando percibimos una situación como injusta, aparece la rabia; cuando alcanzamos una meta o un ser querido la alcanza surge la alegría; y cuando nuestra vida corre peligro, aparece el miedo. Pero todo esto hay que matizarlo, puesto que las emociones son subjetivas, lo cual quiere decir que no todos percibimos las cosas del mismo modo aunque estemos viendo lo mismo. Veamos otro ejemplo. Rubén y Carlos son dos adolescentes que han quedado para ver a sus respectivos equipos en un partido de fútbol. En una determinada momento del partido, Rubén considera que la caída del jugador de su equipo en el área rival debería ser sancionada con penalti. Como el árbitro no lo señala y a Rubén le parece injusto, aparece, inevitablemente, la rabia. En cambio, Carlos no considera que dicha acción sea merecedora de penalti, por lo que considera justa la decisión del árbitro y, por lo tanto, no experimenta rabia. Quizás ha podido sentirse, incluso, aliviado. De ahí que digamos que las emociones son subjetivas y que surjan de manera automática ante acontecimientos que percibamos como pérdida (tristeza), injusticia (rabia) o peligro (miedo). Por ese motivo todas las emociones que experimentan nuestros hijos han de ser validadas y legitimadas, pues ellos no han decidido tenerlas. Sin embargo, la conducta asociada a la emoción no siempre tiene que ser validada o aceptada. Debemos hacernos responsables de las conductas que llevamos a cabo. Volviendo al ejemplo de la discusión entre los hermanos por el tractor, es legítimo que Juan sienta rabia ante su hermana, ya que entiende que es injusto lo que le ha hecho, pero no es legítimo ni tolerable que le haya pegado por sentirse rabioso. La rabia invita a pegar, pero no podemos permitir ni legitimar ese hecho. Por lo tanto, las emociones han de ser validadas siempre, pero la conducta no tiene por qué ser aceptada o permitida siempre.
Es imprescindible que los padres diferenciemos entre emoción y conducta. Me gustaría haceros la siguiente pregunta: ¿en alguna ocasión en casa de tus suegros o de unos amigos te han puesto algo de comer que no te gustaba? Seguro que apareció una emoción básica como el asco y, hasta incuso, sentiste náuseas. ¿Lo recuerdas? Pues bien, la emoción que apareció fue la de asco pero independientemente de esta emoción, como adultos que somos, fuimos capaces de llevar a cabo la conducta que mejor nos pareció (nos comimos la comida para no hacer sentir mal a nuestros suegros o amigos, les dijimos que no nos gustaba, que no teníamos hambre, etc). Con este sencillo ejemplo vemos la importancia de diferenciar entre emoción y conducta. A nivel cerebral, cuando experimentamos una emoción, la zona que se activa es el sistema límbico, y en concreto, las amígdalas cerebrales, mientras que la conducta voluntaria y consciente se controla desde la corteza prefrontal. Por lo tanto, los niños no deben aprender a “tener” emociones, puesto que nacemos con la capacidad de sentir y expresar emociones. Lo que sí que tenemos que aprender es a gestionar dichas emociones con la ejercitación de la corteza prefrontal. Son muchos los trastornos y las dificultades que cursan con una inmadurez de la corteza prefrontal en la infancia y en la adolescencia (TDAH, dislexia, trastorno del espectro autista, etc), lo que implica una gran dificultad para controlar las emociones. En estos casos, existe un problema para controlar y gestionar la emoción, mostrándose el enfado, la alegría, la rabia, el miedo y la tristeza sin ningún tipo de filtro.
En definitiva, se hace necesario que como padres seamos capaces de diferenciar entre la emoción y la conducta asociada de esta, pues al ser las emociones involuntarias, no tenemos ningún control sobre ellas. Así que, de esta manera, remaremos en contra si señalamos o hacemos sentir mal a nuestros hijos por experimentar miedo o rabia, ya que ellos no decidieron voluntariamente vivenciar dicha emoción. En ese momento de desregulación emocional, nuestros hijos precisan de nuestra comprensión y apoyo. Una cosa bien diferente es la conducta que han realizado. Puedo criticar, señalar y castigar la acción pero nunca debemos de juzgar a la persona o sus emociones.