Los neonatos vienen a este mundo con una importante predisposición que les empuja hacia la autonomía. Es la propia naturaleza del ser humano la que le ofrece la oportunidad de hacer las cosas por sí mismos. Si al recién nacido le ponemos encima de su madre, este nos demostrará sus ganas de ser autónomo reptando hacia el pecho de su madre para alimentarse por primera vez de manera independiente. Ahora bien, se lo debemos permitir. Solo consiste en que seamos pacientes y que dejemos a la naturaleza hacer su trabajo.
Madres y padres tenemos muchas funciones y responsabilidades, pero quizás una de las más relevantes sea la de conectar con las necesidades del niño para poder cubrírselas. A esto lo llamamos ser responsivo, es decir, dar respuesta a las necesidades infantiles. En ocasiones, los adultos cometemos el error de etiquetar de sobreprotección la conducta que lleva a cabo nuestra amiga con sus hijos, cuando en realidad está cubriendo sus necesidades de manera sensible. Los padres sobreprotectores se diferencian en muchos aspectos de los padres responsivos. Podríamos decir que el lema de un padre responsivo es “voy a darte aquello que necesitas porque sé que es importante para ti”, mientras que el lema del padre sobreprotector es “no te puedo dar lo que me pides porque antes tengo que atender mis propias necesidades”.
No debemos confundir la protección con la sobreprotección. Todos nuestros hijos necesitan ser protegidos; es una necesidad básica de contenido emocional. Nos guste o no, todos necesitamos esa protección. En cambio, la sobreprotección es una manera de relacionarnos con nuestros hijos que se basa en los miedos que tenemos los adultos y que, por lo tanto, afecta a la autonomía, desarrollo y curiosidad del niño. El padre sobreprotector o la madre sobreprotectora, debido al miedo que tiene a que le pase algo a su hijo, no va “soltando la cuerda” y no se va adaptando a sus peticiones de hacer las cosas de manera autónoma. A pesar de lo que se piensa habitualmente, la sobreprotección no implica proteger en exceso. Eso no supone ningún problema. En cierto modo, los padres sobreprotectores son víctimas de la sociedad del miedo en la que vivimos. Como bien dice Francesco Tonucci, “no es que no haya niños en las calles porque sean peligrosas, sino que las calles son peligrosas porque no hay niños en ellas”.
Denominamos a un acto sobreprotector en función de la respuesta que dé un padre o una madre ante la necesidad del menor. Los padres sobreprotectores son permisivos, poco o nada exigentes con sus hijos y tienden a hacerles todo. Y todo ello como consecuencia del miedo que sienten a su crecimiento, desarrollo y autonomía. El adulto no conecta con las necesidades del niño porque proyecta sus miedos sobre su hijo, creyendo que le protege al niño, pero en realidad se está protegiendo él mismo. Por ejemplo, cuando un familiar o amigo cercano muere, estos padres tienden a sobreproteger a sus hijos porque piensan que no serán capaces de elaborar el duelo o que les afectará mucho. En realidad es tal el miedo del padre o la madre que lo proyectan en sus hijos y dejan de atender las necesidades emocionales del menor. En el extremo de lo que estamos describiendo, nos encontramos con el síndrome de Munchausen por poderes, un trastorno grave donde el progenitor anula toda autonomía al menor o persona a su cargo, haciendo creer que está enfermo o causándole daños o lesiones, en muchos casos irreversibles.
Como bien señala Mario Marrone, la sobreprotección no es un exceso de protección, más bien es una protección mal aportada. Si antes hablábamos de proteger a nuestros hijos, esto exige tener en cuenta las necesidades que presenta el menor para aportarle seguridad y protección. Como en la sobreprotección tengo más en cuenta mis miedos o necesidades que los de mi hijo, no protejo a quien debe ser protegido (mi hijo) y, por lo tanto, género en él todo lo contrario: desprotección, inseguridad y desconfianza. Veamos un ejemplo para entenderlo mejor. Imaginemos que nuestro hijo está solo en una habitación y siente mucho miedo. En ese momento, necesita ser protegido por un adulto que le transmita tranquilidad, seguridad y confianza. Para que el miedo desaparezca, el menor necesita que su padre le dé un abrazo tranquilizador, ya que el niño no es capaz de regular su propio miedo; precisa de la ayuda y la calma de un adulto. El problema viene cuando el adulto, en vez de conectar con lo que necesita su hijo para sentirse seguro (un abrazo), atiende su propio miedo y trata de calmarse a sí mismo. El padre sobreprotector, completamente desregulado ante la situación, en vez de darle un abrazo a su hijo, le da un vaso de agua y trata de desviar su atención a otras cosas que no sean el miedo que experimenta. El padre ha obrado de esta manera porque su miedo adulto le ha cegado. Actúa como le hubiera gustado que otros hubieran actuado con él, no como necesita el niño. En vez de conectar con la necesidad de ser protegido del menor, atiende su propia angustia y le da al niño la solución que precisaría él mismo (evitación del miedo). Por este motivo la sobreprotección no es un exceso de protección sino, más bien, una protección disfuncional y desadaptativa que acaba convirtiéndose en desprotección.
Un estilo parental sobreprotector tiene consecuencias importantes para los niños, como por ejemplo, baja autoestima, pobre capacidad de la responsabilidad, ausencia de pensamiento crítico, mala gestión emocional, tienden a la dependencia, ansiedad, miedo, falta de confianza en sus capacidades, mayor probabilidad de desarrollar adicciones, baja tolerancia a la frustración y tendencia a percibir a los demás y el mundo como un lugar peligroso que no conviene explorar. Un interesante estudio comparó padres sobreprotectores con padres maltratadores. A pesar de los perfiles tan diferentes entre unos y otros, vieron que los niveles de cortisol (hormona del estrés) de sus hijos eran muy altos en ambos casos, comportándose de manera reactiva y a la defensiva. Y es que, como decía María Montessori “cualquier ayuda innecesaria es un obstáculo para el desarrollo del niño”. Por lo tanto, seamos conscientes de nuestros miedos para no transmitírselos a nuestros hijos y hagamos lo posible por equilibrar protección y autonomía, la clave de un vínculo sano.