No coger al bebé cuando llora o ser rígido con las rutinas diarias: las huellas del conductismo en la crianza actual

A finales del siglo XIX y principios del XX, el enfoque que dominaba en psicología era el psicoanálisis de Sigmund Freud. Sin embargo, poco a poco, una nueva corriente psicológica empezaba a hacer sombra al psicoanálisis con unas ideas radicalmente opuestas. A esta corriente se la conoce con el nombre de conductismo, aunque también se ha denominado behaviorismo, concepto que proviene de la palabra inglesa behaviour (conducta). Y es que el conductismo no se detenía a analizar las emociones, los sentimientos ni ningún proceso interno, sino que solo estudiaba lo que era observable. Por este motivo se centraba únicamente en la conducta y el comportamiento de los niños.

El conductismo nace en la segunda década del siglo XX de la mano del psicólogo norteamericano John B. Watson. En lo que a la crianza y educación se refiere, establecía una serie de principios y recomendaciones rígidas para que madres y padres las siguieran a rajatabla. No se promovía el trato cercano ni la validación de las emociones del menor; más bien, todo lo contrario. Le concebían como una máquina a la que se debía dominar y adiestrar de manera rígida y estricta. Entendían que mostrar amor a los niños o establecer contacto físico con ellos, lejos de ayudarles, reforzaría la dependencia de los menores hacia sus padres. Querían fomentar la independencia y que el niño se hiciera valer por sí mismo desde la frialdad y la exigencia sin cariño. Suelo explicar en numerosas ocasiones que la independencia no es algo a lo que pueda aspirar el ser humano, sino, más bien, a la interdependencia. No podemos olvidar que somos una especie social, de apegos, que nos desarrollamos y vivimos en tribu. A pesar de que estemos hablando de una corriente psicológica de principios del siglo XX, creo que estas ideas y prácticas no resultarán infrecuentes en la actualidad.

Watson, padre del conductismo, publicó en 1928 un libro titulado Psychological Care of Infant and Child en el que daba consejos a las madres sobre cómo se debían relacionar con sus hijos y las invitaba a no besarles ni abrazarles. Además, proseguía, estas no debían, bajo ningún concepto, atender de manera inmediata al niño cuando lloraba, independientemente del motivo del llanto: miedo, tristeza, hambre, cansancio… Lejos de ser una manera afectuosa, respetuosa y cercana de atender al menor, la madre se relacionaba con su hijo como si de una máquina se tratase. Watson decía textualmente en el libro: “Existe una forma racional de tratar a los niños. No abrazarles, ni acariciarles nunca, ni dejarles sentarse en el regazo. Si tiene que hacerlo, bésele una sola vez en la frente al darle las buenas noches. Estréchele la mano por la mañana. Ofrézcale una palmadita en la cabeza si ha realizado un trabajo extraordinario o una tarea muy difícil. Inténtelo. Al cabo de una semana, verá cuán sencillo es ser perfectamente objetiva con su hijo, y amable al mismo tiempo. Se avergonzará del modo sensiblero, empalagoso, en que lo estaba tratando”.

La investigación científica, la neurociencia y el sentido común han demostrado que los niños, como seres vulnerables e inmaduros, precisan de la atención sensible y respetuosa de sus progenitores, quienes son los encargados de atender sus necesidades. A pesar de que hoy se siga escuchando que lo que necesita un niño etiquetado como “malo” o “desobediente” es mano dura, lo que realmente precisa es comprensión, amor y mirada incondicional por parte de sus figuras de referencia. Llama la atención que lo que Watson describía en su libro fue aplaudido en diferentes ámbitos. Al filósofo Bertrand Russell le encantó el libro, la revista Parents Magazine decía que debía estar “en el estante de cualquier madre inteligente” y la publicación Atlantic Monthly lo denominó como “un don del cielo para los padres”.

El conductismo tuvo una enorme influencia en la psicología evolutiva, la educación infantil y la pediatría de aquella época. Los profesionales recomendaban a los padres que se mantuvieran apartados de sus hijos y que fueran rígidos con los tiempos y rutinas para ofrecerles una educación de calidad. Como decíamos antes, más que atender personas de manera individualizada y respetuosa, parece que estábamos hablando de simples máquinas. Por ejemplo, en cuanto a la alimentación, Watson y los conductistas eran partidarios de alimentar a los bebés en horas concretas que no se podían flexibilizar bajo ningún concepto. Nada de alimentar a demanda. A pesar de que el pequeño llorase, debían mantenerse firmes y esperar a que fuera la hora de la comida. Por supuesto, en esos momentos de lágrimas no se permitía tranquilizar ni coger al bebé en brazos porque eso significaba malcriarle y ablandarle.

Con estas pautas y orientaciones tan extendidas de principios del siglo pasado educaron muchas madres y padres a sus hijos. Muchos de los progenitores lloraban al ver sufrir a sus hijos. Algunas madres sabían que aquello que estaban haciendo no era lo adecuado para sus hijos, pero quiénes eran ellas para contradecir lo que las autoridades pediátricas recomendaban sin dudar.

En esos tiempos se entendía que atender a los niños y ser cariñosos con ellos era una manera de malcriarlos. Hoy es cierto que siguen coleando estas ideas, aunque, afortunadamente, hemos avanzado mucho. Hay que reconocer el camino que hemos recorrido, pero no debemos perder de vista que aún hay mucho que recorrer hasta llegar a la meta: entender que los niños son vulnerables y que, nos guste o no, los adultos somos imprescindibles para que crezcan sanos y con una buena salud mental. Si queremos una sociedad sensible, respetuosa y empática, debemos empezar mirándonos a nosotros mismos para poder ayudar a nuestros menores.

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