Son cerca de las ocho y media de la noche cuando mi familia y yo llegamos a un restaurante dispuestos a cenar y a pasar un rato agradable juntos. No es algo que solemos hacer habitualmente, por lo que es para todos nosotros un día y un evento muy especial. A los pocos minutos de sentarnos en la mesa, entra una pareja joven con su hija de poco más de un año y toman asiento. Hasta ahí todo normal. No tardan mucho en sacar un dispositivo móvil y ponerle unos vídeos a su hija. No es un video puntual, ya que enganchan el móvil a una especie de brazo que tiene el carrito para que los padres no tengan ni que sujetarlo. Ya está todo preparado para la cena romántica de pareja. El padre mira a la madre, se sonríen y comienza la velada mientras su hija permanece ajena a todo lo que allí acontece, ya que está sumergida, de lleno, en los vídeos de la Peppa Pig de turno. No estoy describiendo algo que sorprenda a nadie. Otra cosa bien diferente es que lo hayamos normalizado e interiorizado tanto que ni siquiera lo “veamos”. Es (preocupantemente) frecuente ver este tipo de situaciones en contextos que están creados para hablar, socializar y sentirnos parte del grupo (restaurantes, reuniones familiares, quedadas con amigos, etc). Como dice José Luis Marín, presidente de honor y fundador de la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia, aprendemos a socializar en la mesa.
No pienso tanto en los padres que dejan alegremente los dispositivos tecnológicos a sus hijos, puesto que creo que son ajenos a las consecuencias que tienen sus actos, sino más bien en los menores que se ven impedidos para entrar a formar parte de la familia. Luego nos quejamos y sufrimos porque “es que mi hijo no me cuenta cosas”, “Juan prefiere estar con el móvil antes que cenar con nosotros” o “mi hija dice que nunca contamos con ella”. Claro, si ya desde el comienzo de toda la historia (periodo prenatal) les desconectamos de nuestra familia para conectarles con el mundo tecnológico, ¿qué vamos a esperar?
No me cabe la menor duda de que alguien me tildará de exagerado, pero esta chiquitina del restaurante de poco más de un año se está perdiendo una oportunidad de excepción para conectar con su familia. No es que ella no quiera sino que no le han dado opción: móvil o móvil, tú eliges. ¿Qué cosas está desaprovechando? La oportunidad de que sus padres hablen con ella, elegir lo que le apetece cenar, frustrarse porque tiene hambre pero hay que esperar a que sirvan la comida, aburrirse, ser vista por sus padres, reírse, llorar, enfadarse, etc. Y es que no todo lo que ocurre en una cena debe ser agradable. También de los momentos desagradables se aprende, y mucho. Fijaos si está anestesiada de lo que está ocurriendo a su alrededor que no siquiera sabe lo que está cenando, pues hasta le dan de comer mientras está conectada con el dispositivo tecnológico. Claro, es que lo que dice Mickey Mouse o Bob Esponja es mucho más interesante. Así, de paso, dejo a mis padres un poco en paz, ¿verdad?
Los chupetes tecnológicos me preocupan bastante. Lo peor de todo no es lo que aportan, que en la mayoría de los casos es puro entretenimiento, sino el tiempo que nos quitan para conectar con los demás y, sobre todo, con nosotros mismos. La sociedad en la que vivimos siente una gran aversión hacia las emociones de defensa: tristeza, miedo, rabia, vergüenza, celos, etc. No nos gusta nada conectar con dichas emociones. Lo cierto es que para tener una buena salud psíquica es fundamental atender y conectar con todas las emociones, las agradables y las desagradables.
Con las emociones agradables como la alegría, la curiosidad o la calma no tenemos ningún problema. A todos nos gustan las fiestas y los buenos momentos. Lo malo está cuando toca ir a un tanatorio (qué curioso, que escribiendo este artículo el corrector no reconoce la palabra “tanatorio”), hablar de temas tabú o ayudar a gestionar la rabia o el miedo de tu hijo. Y es que a la sociedad (y las personas que formamos parte de ella) nos incomodan tremendamente las emociones de defensa. ¿Y cuál es una de las maneras más rápidas y efectivas que tenemos de acabar de cuajo con estas situaciones tan desagradables? Encendiendo y proveyendo a nuestros hijos de los chupetes tecnológicos. Sabemos que una buena salud psíquica y emocional requiere tiempo, calma, mirar más al futuro y disfrutar del presente, conexión con nuestros padres y la emoción que estamos experimentando, etc. ¡Vaya! Justo las características opuestas que reúnen los dispositivos tecnológicos.
Estos chupetes tecnológicos son inmediatos, reforzantes, cargados de estimulación sensorial (sonidos, colores, luces, movimiento), evitan conectar con la emoción y la situación que acabamos de vivir, etc. Vamos, una bendición en toda regla. Coincido en que es mucho más sencillo dar un chupete tecnológico que tomarme la molestia de remangarme y hacerme cargo de lo que le pasa a mi hijo, ayudándole a conectar con su emoción y buscando conjuntamente soluciones. Ahora bien, que sea lo más cómodo y rápido no quiere decir que sea lo ideal o lo más educativo. Todo lo contrario. Por cierto, no hace muchas semanas que una conocida marca de gafas publicitaba, de manera ficticia, una cuna con cuatro pantallas destinadas, supuestamente, a bebés. La gente se escandalizó ante esa supuesta cuna que tranquilizaba a los bebés ante sus despertares nocturnos y la ausencia de sus figuras de apego. Resulta curioso que, a pesar de que la mayoría de las personas se sorprendieran y criticaran duramente dicho artilugio, nuestros niños siguen viendo la televisión una cantidad horas alarmantes. Esto sí que me parece preocupante.
¿Sabéis lo que ocurre a nivel cerebral cada vez que nuestro hijo llora porque siente rabia, miedo o tristeza y le damos un chupete tecnológico? Es muy sencillo y muy lineal. Imaginaos que estamos en casa de unos amigos y nuestro hijo siente alguna emoción como miedo o aburrimiento. En ese momento, rompe a llorar y empieza a hacer cosas que no debe. A todo esto, los adultos lo llamamos “montar un pollo” o “comportarse muy mal”, como si ellos tuvieran el control sobre sus necesidades y emociones. Si para que cese el pollo, lo que hacemos es darle el dispositivo tecnológico, porque sabemos que le “calma” y no queremos que sienta ni miedo ni aburrimiento, se producirá una asociación neuronal en el cerebro que se llama sinapsis. El suceso A (emoción desagradable) se ha asociado con el suceso B (presencia del chupete tecnológico). Y esto es el axioma de Hebb: cuando dos neuronas se excitan juntas, en el futuro, la presencia de una, por ejemplo A, buscará a la otra, neurona B. Ya están conectadas y asociadas cerebralmente. Cuantas más veces B siga a A, mayor será la fuerza de asociación y con mayor insistencia el niño pedirá el dispositivo tecnológico. Si esta es la manera habitual de proceder de los padres, es normal que pensemos o creamos que los chupetes tecnológicos calman, pero nada más lejos de la realidad. Parece que calman, pero en realidad amortiguan, aíslan y evitan que el niño tome conciencia de su emoción y no pueda conectar con ella y hacerse cargo. Ojo, porque las consecuencias de los chupetes emocionales no son solo para bebés y niños pequeños, sino para más mayores y adolescentes e, incluso, adultos.
Cómo podéis ver, esto me parece tremendamente peligroso y preocupante para nuestros hijos y para nuestra sociedad. Los niños que de pequeños no fueron calmados con un abrazo, una mirada y una palabra por parte de sus padres y que, por el contrario, fueron calmados con chupetes tecnológicos, crecerán con poca capacidad de empatía, de conectar con sus emociones y las de los demás, dificultades para regular sus emociones, baja autoestima, exigirán inmediatez y no sabrán esperar pacientemente, entre otras muchas características. En definitiva, los chupetes tecnológicos nos facilitan nuestra labor como padres, lo cual no quiere decir que desempeñemos mejor nuestro rol. Cierto es que parece que “solucionan” problemas y conflictos. La función última del chupete tecnológico es inhibir las emociones y las sensaciones corporales de nuestros hijos. No les permiten conectar con ellos mismos y con lo que sienten. Si queremos adultos sensibles, empáticos y con capacidad de conexión emocional tendremos que fomentar esto cuando son pequeños. La mejor vacuna que podemos ponerles a nuestros hijos es permitirles que experimenten sus emociones, legitimarlas, hacernos cargo de ellas y ayudarles a gestionarlas de una manera suficientemente buena. Siempre acompañando y respetando. Nunca animando a mirar hacia otro lado, a pesar de que los mandatos sociales y nuestro entorno nos inviten a ello. En conclusión, qué importante es que esta chiquitina con la que comenzaba el artículo aprendiera a esperar en el restaurante. Claro, con el permiso y bendición de su madre y su padre.