El ser humano es un mamífero, más concretamente, un primate. Esto implica que la conexión, la sociabilidad y el otro adquieren una importancia clave para la supervivencia del individuo. Necesitamos de ese otro para poder seguir con vida. Esto es algo evidente cuando nos centramos en el recién nacido, pero igualmente necesario para los adultos. En función de cómo las figuras adultas se vinculen con el menor, desarrollaremos en el niño un apego seguro o todo lo contrario: un apego inseguro. Para hacer sentir a nuestros hijos a salvo, importantes y queridos son imprescindibles tres pilares: mirada, tacto y tono de voz. Estas variables determinarán que el pequeño tenga un vínculo sano o no.
El tacto es fundamental, no solo para desarrollar un apego seguro, sino para calmar a quien está desregulado. Esto lo demostraron James A. Coan, Hillary S. Schaefer y Richard J. Davidson, tres investigadores y psicólogos estadounidenses, en un estudio de 2013 con adultos, denominado Mutuality and the social regulation of neural threat responding (La reciprocidad y la regulación social de la respuesta a amenazas neuronales, en español). Yo descubrí la investigación en el libro Maneras de amar, de Amir Levine (2016). En el análisis, pidieron voluntarias para participar en una investigación en donde se les colocaba a las mujeres unos electrodos en las manos que aplicarían unas leves descargas cada cierto tiempo. Se observó que las amígdalas cerebrales, sede de las emociones desagradables y del dolor, se hiperactivaban cada vez que recibían esa descarga. A continuación, se permitió que un extraño entrara en contacto con la mujer para tomarla de la mano y tranquilizarla ante dicho estímulo desagradable. Se observó que sus amígdalas cerebrales disminuían su activación por la presencia del extraño, lo que demuestra la importancia del otro a la hora de calmar, a pesar de que fuera un desconocido. Cuando este se marchaba y permitían a las parejas de las mujeres voluntarias entrar en contacto con ellas, vieron que apenas se “encendían” sus amígdalas cerebrales. Qué importante somos para tranquilizar al otro solo con nuestra presencia y/o cogiendo de la mano a la persona que está sufriendo.
La expresión facial del adulto es fundamental para amortiguar o amplificar el estado emocional que está experimentando el niño. Los padres y las madres tenemos esa excepcional capacidad: podemos calmar o bien echar más leña al fuego al volcán emocional que está experimentando nuestro hijo. Para esto es imprescindible partir de la calma y que seamos sensibles, empáticos y respetuosos con los menores. Los adultos ejercemos de espejo de nuestros hijos. Como decía el psicoanalista británico Donald Woods Winnicott, “si el rostro de la madre es poco receptivo, entonces un espejo es algo que se puede mirar, pero no sirve para mirarse”. Excepcional frase que deja entrever la importancia del adulto en el desarrollo de variables como la autoestima y la regulación emocional de los más pequeños.
La vulnerabilidad y la fragilidad caracterizan al ser humano, sobre todo en los primeros años de vida. De ahí que sea imprescindible que madres, padres y maestros atendamos las necesidades cambiantes que manifiestan los niños. Si el menor se desregula por sentir miedo o estar enrabietado por un incidente que considera injusto es importante que el adulto valide la emoción, haga consciente al niño de lo que siente y le aporte una narrativa o explicación de lo ocurrido.
El otro día me preguntaba una maestra la diferencia que hay entre validar y sobreproteger. Cuando valido y legítimo el miedo, la tristeza o la alegría que siente mi hijo estoy conectando con él. Sé que siente miedo y trato de tranquilizarle y protegerle teniéndole en cuenta. Sin embargo, en la sobreprotección (por cierto, una forma de maltrato), el adulto no conecta con el menor sino consigo mismo. No actúa de una manera u otra en función de lo que necesita el niño, sino de sus propias necesidades y miedos.
Los adultos debemos narcisizar, en su justa medida, a nuestros hijos. Atenderles, mirarles incondicionalmente y respetarles en su manera de sentir y pensar. Debemos cubrir las necesidades que presentan, aunque teniendo cuidado en no convertir deseos en necesidades. Si el niño crece y se desarrolla sin que los adultos diferenciemos entre necesidad y capricho es probable que le hayamos narcisizado en exceso. Entonces, convertimos al menor en el centro del universo, no solo para nosotros sino para todo el mundo, lo cual no solo es que no sea cierto, sino que no es sano. El niño crecerá creyendo que sus necesidades son más importantes que las del resto. En estos casos urge poner límites, aprender a esperar y desarrollar la empatía de este pequeño. Cuanto mayor es su capacidad para tratar a los demás de manera respetuosa, de manera más sana se estará desarrollando. Si el pequeño no es empático, entonces no podrá entender al otro ni sentir culpa ni remordimiento. La empatía es el factor más potente para protegernos del abuso, el acoso escolar y la crueldad. Poniendo un ejemplo extremo, el abusador no empatiza ni conecta con lo que siente su víctima; más bien lo convierte en cosa. Si pudiera conectar con él o ella, seguramente no lo haría.
La persona con personalidad narcisista tiene una bajísima capacidad de empatía, además de una pobre autoestima. Desgraciadamente, no han tenido figuras de apego que hayan ejercido de espejos fieles y no distorsionados de la realidad. El narcisista rellena ese vacío que tiene de amor y confianza sometiendo, insultando y controlando a los demás. El refranero popular es, nuevamente, muy sabio: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”.