Imaginen que les invitan a pasar una mañana entera en una clase de niños de tres o cuatro años. Estoy seguro de que a nadie le extrañará ver menores en movimiento, inquietos, con las emociones a flor de piel y no centrados en la tarea que les ha mandado hacer su maestra. A nadie le llamará la atención ver este comportamiento en los más pequeños. Es más, quizás les sorprendería más verles quietos, en silencio y concentrados como un adulto estudiando para unas oposiciones. Eso sí que sería raro y, probablemente, un claro indicio de que algo no va bien… porque son niños.
Son muchas las características que pueden definir a los alumnos en la etapa de Educación Infantil: inquietud motora, dificultad para prestar atención, impulsividad, dificultades para gestionar sus emociones e impulsos, conflictos con sus compañeros… ¡Vaya! ¡Qué casualidad! Si estas características coinciden con los síntomas más habituales de un trastorno conocido como TDAH —trastorno de déficit de atención e hiperactividad—. Claro, pero también son típicas de una etapa fundamental de la vida llamada infancia. Entonces, ¿cómo se puede diferenciar si se trata de algo normal o de un trastorno?
Mejor empezar por el principio. El TDAH es una de las patologías más diagnosticadas en la infancia y en la adolescencia. En torno a un 5-7% de la población infanto-juvenil lo tiene. Como ya se comentábamos, el TDAH se caracteriza por una dificultad para prestar atención, impulsividad e hiperactividad. Estos son los síntomas nucleares —los principales—, pero existen otros secundarios que no se deben perder de vista: dificultades en la gestión de sus emociones y para controlar sus impulsos, baja tolerancia a la frustración, poca paciencia, necesidad de refuerzos externos… Además, les cuesta mucho organizarse, suelen tener conflictos con sus iguales, les gusta poco acatar normas y respetar los límites, tienen poca perseverancia.
Muchas madres y padres me dicen en consulta: “Mi hijo puede estar horas concentrado en una tarea que le guste y le motive; ahora bien, si se trata de una tarea desmotivante, le cuesta mucho atender”. Esto es muy habitual en los niños más pequeños, puesto que las tareas atractivas captan su atención, pudiendo dedicar horas a dicha actividad con un gran rendimiento. En cambio, cuando la tarea es monótona y aburrida, su foco de atención puede durar escasos segundos. Repito que esto es normativo en todos los niños. En los adultos, la cosa es bien diferente.
Las personas adultas tienen la capacidad, gracias a que tienen un cerebro ya desarrollado, de enfrentarse a tareas que no les gustan, pero que tienen que hacer. Saben que en esta vida no siempre se puede hacer lo que se quiere, sino que, a veces, toca hacer cosas desmotivantes, monótonas y aburridas. Simplemente se ejecutan. El problema es que a los niños pequeños, sobre todo a los de menos de seis años, les cuesta mucho hacer aquello que no quieren hacer y no les gusta. Tienen un cerebro aún muy inmaduro que les empuja a hacer lo que les apetece, no lo que tienen que hacer. Por eso les cuesta tantísimo acatar las normas y respetar los límites que los adultos les imponen.
Los seis años es una edad muy importante para los niños, a todos los niveles, pero sobre todo en cuanto a desarrollo cerebral se refiere. ¿Qué ocurre? A esta edad aproximadamente (en unos menores antes y en otros un poco después) ya tienen la corteza prefrontal mínimamente desarrollada. ¿Y esto qué implica? Pues que ya disponen, de manera básica, de funciones ejecutivas. Las funciones ejecutivas son, como dijo Lewis Goldberg, psicólogo de la personalidad estadounidense y profesor emérito de la Universidad de Oregón—, “el director de orquesta de nuestras vidas”.
Las funciones ejecutivas, ubicadas en la corteza prefrontal, permiten la concentración, controlar los impulsos, planificarse, gestionar las emociones, automotivarse, ser consciente de lo que se siente y se piensa, tomar decisiones de manera consciente y también se ubica en la corteza prefrontal una función importantísima para el ser humano: la conciencia ética. Por lo tanto, todo lo que diferencia a los humanos del resto de animales se ubica en esta área cerebral. Los niños con seis o siete años ya tienen estas aplicaciones cerebrales mínimamente activas para poder ponerlas en marcha, algo que no ocurría un par de años antes, sobre los cuatro años.
Lo cierto es que el TDAH es un trastorno del neurodesarrollo. ¿Qué quiere decir esto? Que es una patología que implica un desarrollo cerebral más lento y diferente de lo normal. Se entiende normal como habitual, por favor. Si el TDAH y la infancia cursan con unos síntomas idénticos, los expertos se ven en la obligación de esperar hasta esa edad para poder ver si un menor en concreto tiene el trastorno o no. Siempre digo que no debería haber ningún niño menor de esta edad diagnosticado de este trastorno y me consta que los hay (y muchos, desgraciadamente). Ante esta situación, los profesionales de la salud tienen la responsabilidad de formarse, cualificarse y realizar buenos diagnósticos para no caer en el error de diagnosticar a un niño de cuatro años que simplemente manifiesta los síntomas de algo conocido como INFANCIA.
¿Cómo se diagnostica en la actualidad el TDAH?
Bajo mi punto de vista, en la actualidad el diagnóstico de TDAH se identifica con tres características: sobrediagnóstico, infradiagnóstico y mal diagnóstico. En cuanto a la primera, el sobrediagnóstico, los profesionales de la salud diagnostican más casos de los que realmente hay. Los estudios científicos llegan a la conclusión de que un 5-7% de los niños y adolescentes lo tienen, pero en la actualidad tenemos muchos más niños de que lo que reflejan dichas investigaciones. Algo se está haciendo mal. Aunque esto es una realidad en los últimos años, es cierto que el número de diagnósticos se ha visto incrementado después de la pandemia, lo cual no quiere decir que existan más niños o adolescentes con TDAH, pero sí más diagnósticos.
Mitos como que los dispositivos tecnológicos causan TDAH favorecen este disparo en los diagnósticos. El trastorno del espectro del alcoholismo fetal (TEAF), el trastorno del espectro autista (TEA), los trastornos de ansiedad, los apegos inseguros y la propia infancia son algunos ejemplos que habitualmente se llegan a diagnosticar como TDAH. Por este motivo, estoy convencido de que este trastorno sirve como un cajón de sastre para otros muchos trastornos e, incluso, para circunstancias normativas del desarrollo de los niños.
En segundo lugar, además de un sobrediagnóstico, también hay un infradiagnóstico, puesto que muchos menores con TDAH de subtipo inatento no están siendo detectados ni diagnosticados, lo que implica que tampoco se interviene con ellos. Este subtipo es más difícil de detectar, puesto que suele cursar exclusivamente con dificultades para atender, pero no con un movimiento excesivo ni con problemas de conducta.
Y en último lugar, desgraciadamente, hay un mal diagnóstico, ya que, en ocasiones, los profesionales que pueden evaluar, diagnosticar e intervenir en trastornos como el TDAH llevan a cabo evaluaciones exprés, en donde en pocos minutos y de manera superficial se basan exclusivamente en los síntomas y diagnostican a menores de este trastorno sin haber realizado una evaluación exhaustiva.
En conclusión, el TDAH no debería ser un cajón de sastre en donde se reúnan trastornos y circunstancias que nada tienen que ver con este trastorno del neurodesarrollo. Una de las claves está en que los profesionales se tomen muy en serio la evaluación de cada menor de forma individualizada, dedicando tiempo suficiente, cariño y estando bien formados en este trastorno.