Históricamente, Charles Darwin ya hablaba de lo importante que eran las emociones gracias a la función comunicativa que estas tienen. El neurofisiólogo londinense Charles Sherrington añadió años más tarde: “Sin la emoción, el hombre ni siquiera podría soñar o hacer las cosas que sueña”. El problema es que los adultos no siempre tenemos en cuenta las emociones que sienten los niños y, en caso de que lo hagamos, en función del tipo de emoción que experimente el menor será permitida o prohibida. No existe la idea generalizada de que las emociones son útiles y que buena parte de nuestra salud mental depende de una buena gestión de estas. Es como si las hubiera que jugaran la Champions emocional y otras, no.
Solemos clasificar las emociones en positivas o negativas, pero lo cierto es que las emociones no son ni positivas ni negativas, sino más bien agradables o desagradables. Es valioso que el adulto permita al niño o al adolescente sentir una emoción desagradable a pesar de que no sea placentero experimentarla. Todas las emociones nos aportan una información valiosísima que debemos atender, pues permiten que sobrevivamos y estemos lo más adaptados posible. Estoy de acuerdo en que emociones como el miedo, la rabia, la tristeza o la envidia no son nada agradables de experimentar, pero es fundamental sentirlas, localizarlas en el cuerpo, atender el mensaje que nos quieren transmitir, ponerles un nombre y regularlas de una manera efectiva.
A nadie le gusta sentir miedo, pero la emoción de miedo nos aporta el mensaje de que estamos ante una situación potencialmente peligrosa y debemos protegernos lo antes posible. Me gusta utilizar la clasificación que entiende que las emociones son de aproximación o de defensa. Las primeras son agradables de sentir y nos invitan a acercarnos al estímulo, contexto o persona que nos genera alegría, curiosidad o amor. Sin embargo, las emociones de defensa nos invitan a huir o a protegernos de aquello que nos resulta nocivo: miedo, rabia, tristeza, asco, etcétera. Los adultos tendemos, con muy buena intención, a incentivar y cultivar en los niños emociones como la alegría (emoción de aproximación), mientras que tendemos a minimizar o no prestar atención alguna al miedo y la rabia (emociones de defensa), con frases del tipo “los monstruos no existen”, “no te enfades por esta tontería” o “no te haré caso hasta que dejes de llorar”.
Si nos centramos en cómo el adulto se enfrenta a una emoción que está experimentando un niño o una niña, el hecho de que algunas sean permitidas o prohibidas depende, entre otras cosas, del género del menor: ¿es un niño o una niña? Así, por ejemplo, una emoción como la rabia no suele estar permitida ni validada en las niñas, mientras que en los varones está bien visto que manifiesten rabia y agresividad, pues simbolizan valentía, hombría, lucha, etcétera. Sin embargo, por otro lado, emociones como la tristeza sí que son permitidas en la niña, pero no tanto en el varón. Con esto llegamos a la conclusión de que las emociones se validarán y se podrán expresar en función de si eres un niño o una niña, lo cual supone un obstáculo muy grande para desarrollar la inteligencia emocional tanto en menores como adultos, independientemente del género.
Atender el mundo de los afectos y desarrollar la inteligencia emocional de nuestros hijos e hijas es una urgencia. Buena parte de nuestra salud mental y de la de nuestros menores depende de que seamos capaces de alfabetizar las emociones. Somos analfabetos de nuestras emociones, por lo que es imprescindible que los adultos nos hagamos cargo de esta tarea, dejando a un lado los estereotipos y prejuicios que existen en torno al mundo afectivo. Los seres humanos somos una especie más emocional que racional, aunque alguno quiera creer lo contrario. Tardamos unos 200 milisegundos en experimentar una emoción, mientras que el pensamiento aparece a los 800 milisegundos.
Es importante que los padres, las madres y el resto de adultos que tenemos contacto con menores seamos conscientes de la importancia de validar las diferentes emociones que sienten nuestros hijos, además de nombrarlas, hacerles conscientes de la emoción que están experimentando y ofrecerles estrategias efectivas de regulación emocional para regresar a la ansiada calma. Determinadas emociones como el miedo, la alegría y la rabia deben ser reguladas por los adultos para evitar que desregulen al menor convirtiéndose en pánico, euforia y agresividad, respectivamente. A lo que se suma que es urgente que los gobernantes tomen cartas en el asunto para prevenir los frecuentes trastornos que aparecen como consecuencia de no atender adecuada y sanamente las diferentes emociones que sienten nuestros hijos. Como dice el famoso refrán: “Más vale prevenir que curar”.