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Pautas de mentalización o cómo conectar con nuestras emociones desde el nacimiento

La sociedad occidental en la que vivimos se caracteriza, entre otras muchas cosas, por dar una excesiva importancia a todo lo que tiene que ver con las funciones del hemisferio izquierdo. Es por ello por lo que suelo decir que vivimos en una sociedad de izquierdas. Tanto padres como profesores estamos focalizados en tareas académicas, lingüísticas, matemáticas, deportivas, racionales, etc. Por lo tanto, queramos verlo o no, estamos orientados hacia el resultado. Parece que es lo único que importa. Por ejemplo, cuando llega el boletín de notas a casa, solemos prestar atención a los números asignados a cada asignatura, es decir, el resultado, pero nadie para a pensar en el camino tan largo que el niño ha tenido que transitar para llegar a esos resultados y los obstáculos con los que ha topado. No por ello estoy defendiendo que el hemisferio derecho (emocional) deba dominar sobre el hemisferio izquierdo (racional), pero sí que debería haber un equilibrio entre ambos. La felicidad y el equilibrio se dan cuando las emociones hablan con la razón y cuando la razón habla con las emociones. Por todo ello (y mucho más) me parece interesante que hoy dedique mi artículo a hablar de un concepto poco conocido en el lenguaje cotidiano pero que resulta imprescindible: la mentalización de las emociones.

¿Qué es la mentalización? Podemos definir la mentalización como el proceso mediante el cual le ponemos mente a los afectos, es decir, dotamos de lenguaje a las emociones. Por lo tanto, estamos utilizando el hemisferio izquierdo, que es el lingüístico, para comprender y gestionar el hemisferio derecho, que es el emocional. En definitiva, ponerle cabeza a los sentimientos para reflexionar sobre ellos. Si queremos hacer un símil relacionado con la neuroeducación, diríamos que la mentalización consiste en ponerle córtex al sistema límbico. Los adultos, si hemos sido entrenados para ello, seremos capaces de mentalizar nuestras propias emociones y las de las personas que nos rodean. En cambio, los bebés y los niños pequeños, desgraciadamente, no pueden hacerlo por sí solos, motivo por el cual, se hace imprescindible que seamos los adultos los que mentalicemos a nuestros hijos y alumnos. Por lo tanto, para poder mentalizar a nuestros hijos, antes nos han debido mentalizar nuestros padres cuando éramos pequeños. La mentalización es transgeneracional. Se transmite de generación en generación. Pero ¿qué consecuencias tiene el hecho de que unos padres no mentalicen a sus hijos de manera regular? Todo lo que no pasa por la conciencia y no es reflexionado será susceptible de convertirse en una somatización. En líneas generales, podemos decir que la somatización es la expresión a través del cuerpo de determinados afectos que no han sido hablados, reflexionados ni regulados. Podemos decir que lo contrario de la mentalización es la somatización.

La mentalización es un proceso de vital importancia. Tanto, que uno de los máximos representantes de la teoría del apego, Peter Fonagy, dice que los niños se apegan a sus padres para poder ser mentalizados. Dice Fonagy que, desde el punto de vista de un niño pequeño, la famosa frase de “pienso, luego existo” debería cambiarse por “alguien piensa en mí, luego existo”. Esta es la esencia de la mentalización.

El ser humano viene a este mundo con muchas necesidades afectivas que deben ser cubiertas por sus padres o figuras de apego. Una de esas necesidades básicas es la conexión, es decir, necesitamos establecer contacto con los demás. Desde bien pequeños, los bebés tratan de buscar el contacto ocular con sus figuras de referencia. ¿Y esto por qué es así? Porque necesitan establecer contacto para manifestarles sus necesidades básicas. Si estas necesidades no son cubiertas, su vida corre peligro. Hay un estudio muy conocido que refleja muy bien la importancia de la mentalización de los afectos de nuestros hijos. Os invito a visualizar la tarea conocida como “still face” y traducido al castellano como “cara de póker”. Dicha investigación se desarrolla en una sala de laboratorio en donde interactúan un bebé de menos de un año de edad con su madre. El pequeño se ríe con su madre, juega con ella, la busca constantemente, le señala determinados estímulos que le resultan curiosos, etc. En definitiva, el bebé y la madre están conectados. Como ya hemos expuesto, el ser humano necesita estar conectado emocionalmente a sus figuras de apego. En un determinado momento, los investigadores dan la señal a la madre para que aparte la mirada hacia su hijo y cuando vuelve a mirarle, se mostrará durante un tiempo insensible a lo que el bebé haga, diga o pida (cara de póker). En un primer momento, el niño trata de llamar la atención de su madre de múltiples maneras: sonríe, agita sus brazos, se mueve, señala, etc. Pero todo en vano. La madre sigue “desconectada”. Al ser humano, desde bien pequeño, le incomoda y estresa la desconexión de los demás, sobre todo si es la figura de apego de la que tú dependes para poder sobrevivir. Llega un punto en la investigación en el que es tan insoportable la situación que el bebé decide mirar detrás de sí. Prefiere no mirar a su madre. Es demasiado doloroso y le genera mucha impotencia. Pasados unos segundos, el investigador da la señal a la madre para que vuelva a conectar con su hijo. Dada la empatía y la capacidad de mentalización de la madre, en pocos segundos es capaz de calmar al niño y devolverle al equilibrio. Si esto ocurre una vez, no tiene consecuencias para el pequeño. Pero, ¿qué ocurriría si esta es la manera habitual de (no) relacionarnos con nuestros hijos? Una de las consecuencias será la ausencia de mentalización, es decir, el niño no tendrá la capacidad de ser consciente de la emoción que está experimentando, reflexionar sobre ella y gestionarla. Si no es capaz de hacer esto consigo mismo, tampoco lo podrá hacer con los demás. Siempre suelo decir que son nuestros padres los que nos enseñan a ser humanos. No somos humanos desde el momento del nacimiento, sino que “alguien” nos tiene que enseñar a comportarnos, razonar, gestionar, reflexionar y empatizar como los humanos. No nos lo da solo nuestro ADN.

Es imprescindible que como padres y maestros mentalicemos a nuestros hijos y alumnos. Sí pero, ¿cómo podemos mentalizarles? Debemos ser empáticos y sintonizar con sus necesidades emocionales para poder explicarles lo que les está pasando. Si no conecto emocionalmente con mi hijo, ¿cómo voy a poder cubrir sus necesidades básicas? Por este motivo, debemos etiquetar sus emociones: “estás muy enfadado con tu hermana porque no te deja jugar”, “te sientes triste porque te habías esforzado mucho en ese examen que tanto habías preparado” o “tienes miedo a ese perro que nos está ladrando”. En todos estos casos, la figura de referencia está mentalizando a su hijo. Le está “otorgando” una mente, la está construyendo para que el día de mañana sea capaz de reflexionar sobre sus propios estados emocionales. Por esa razón, en la medida de nuestras posibilidades, debemos etiquetar, reflexionar y regular las emociones y estados afectivos de nuestros hijos. No siempre es imprescindible que lo hagamos en ese preciso momento, ya que el ser humano tiene la capacidad de mentalizar en diferido. En ocasiones no podemos o no estamos presentes cuando ha ocurrido algo que desregula a nuestros hijos. Imagina que una tarde, cuando llegas de trabajar, tu hijo te cuenta el conflicto que ha tenido con otro niño en el parque. En ese caso, como figura de apego, aun habiendo pasado un par de horas desde el incidente del parque, puedes mentalizar en diferido a tu hijo.

Aquellos niños que no fueron mentalizados de pequeños, hoy en día son adultos sin conexión con sus emociones, sentimientos y afectos. No son capaces, o tienen grandes dificultades, para entender por qué se sienten de determinada manera. No son conscientes de las emociones que experimentan. En torno a un 20% de la población tiene alexitimia, es decir, una incapacidad para nombrar y reconocer las emociones propias y de los demás. Las personas alexitímicas, por cierto más frecuente en varones que en mujeres, tienen una desconexión mente-cuerpo. No saben conectar con sus necesidades, motivo por el cual no son conscientes de ellas. Ante preguntas de contenidos emocional, suelen responder de manera muy general e inespecífica: “bien”, “normal”, “como siempre”, etc. De ahí la gran importancia de enseñar a nuestros hijos desde bien pequeños a conectar de una manera sana y equilibrada.

Como conclusión, animo a todas las madres y todos los padres a mentalizar a sus hijos desde el mismo momento del nacimiento. Ayudadles a expresar sus emociones y sus necesidades. Explicitadles cuándo tienen hambre, sed, frío, cuando notan que el corazón se les acelera, cuando se ponen colorados, cuando sienten miedo, celos, tristeza, etc. La respuesta sensible por parte de los padres implica que seamos capaces de ver y entender las cosas desde el punto de vista del otro (bebé o niño), y no desde nuestro punto de vista. Implica que estemos atentos para captar sus necesidades, interpretarlas bien y ser responsivos, es decir, darles lo que realmente precisan. Todo estado mental afectivo debe ser etiquetado, aceptado, legitimado y regulado. Démosles una menta sana y equilibrada. Ellos lo merecen.