Aceptar sin condiciones a nuestros hijos independientemente de su comportamiento es muy difícil y la sociedad en la que vivimos no nos lo pone en bandeja ni mucho menos. Desgraciadamente, valoramos más el destino que el viaje. Para una familia tipo es más relevante las notas que aparecen en el boletín de resultados académicos que cómo se siente su hijo y la calidad de sus relaciones sociales. Nos importa que nuestros hijos saquen buenas notas, pero también que aprendan idiomas, que vayan al conservatorio, que sean educados con nuestros vecinos y, encima, que marquen goles en los partidos de los sábados. Damos mucha importancia a la punta del iceberg sin atender prácticamente al resto del iceberg. En nuestra sociedad predomina más la conducta y el resultado que la persona en sí. Esto es tan incongruente como que sea más importante el escaparate de una tienda que el interior de esta, pero es así como está montada la sociedad.
Hace algunos años recibía en mi consulta a Leo, un adolescente encantador de 13 años. Su caso fue uno de esos pacientes que quedará marcado en mi vida por muchos motivos. Leo era el hijo menor de un matrimonio con tres hijos. Los padres siempre se habían volcado en sus dos hermanos mayores, pues mostraban dificultades severas en el ámbito escolar. El pequeño Leo había crecido prácticamente solo y no se sentía integrado ni en conexión con su familia. Siempre estaba apartado. En tercero de Educación Primaria, Leo fue objeto de burla por parte de un grupo de niños de su colegio. Le perseguían, le insultaban, le hacían el vacío y, en ocasiones, les pegaban. Leo se defendió como buenamente pudo con los recursos que tenía durante los dos a tres años que duró el acoso escolar. En ningún momento se planteó pedir ayuda a sus padres y contarles lo que le estaban haciendo en el colegio: “estaban demasiado ocupados con mis hermanos” me relataba insistentemente Leo en consulta.
Una de las necesidades emocionales más relevantes que tienen los niños es la necesidad de sentirse parte del grupo familiar (sentido de pertenencia). Leo, por muchos motivos, se sentía apartado de sus padres y hermanos. Es por ello que en consulta me dediqué a trabajar especialmente el sentido de pertenencia y la necesidad de ser visto, tanto con sus padres como con Leo. Dado que Leo no se sentía seguro en su familia, no le quedó más remedio que buscar la protección lejos de ella. Iban pasando los años y, a pesar de que se seguían metiendo con él, al pasar al instituto con 12 años, conoció a un grupo de 5-6 chavales que le ofrecieron la protección que tanto ansiaba y necesitaba. Siempre explico que para que un niño se sienta seguro es imprescindible que previamente haya sido protegido por sus padres y se haya desarrollado en un entorno con un mínimo de protección; de lo contrario es imposible sentirse seguro. Los niños que han crecido en familias y contextos de desprotección crecerán con inseguridad. Parecía que Leo había encontrado la anhelada seguridad al ser protegido por ese grupo al dar el salto al instituto con 12 años. El problema es que las conductas que llevaban a cabo sus nuevos compañeros no eran del todo adecuadas: ausencias constantes del instituto, peleas con otros chicos del barrio, relaciones sexuales prematuras, consumo de porros, etc.
Leo se sentía protegido y visto por sus iguales, pero a un precio muy elevado. En ese momento no era consciente de esto, puesto que estaba dispuesto a ofrecer todo lo que estuviera en sus manos a cambio de sentirse protegido. Cada vez quedaba más con sus amigos, incluidas las tardes y los fines de semana. A sus padres no les gustaba nada que Leo quedara con ellos, de hecho, me preguntaban constantemente qué podían hacer para evitar estas malas compañías. Les comenté que el objetivo no era “sacar” a Leo de ese grupo sino, más bien, utilizar una de las bazas que sí que dependía de nosotros: conseguir que Leo se sintiera aceptado e integrado por su familia. No sería tarea fácil, puesto que nunca se sintió parte de la familia.
Con este objetivo en el frente comencé a trabajar de manera muy estrecha con sus padres con la idea de desarrollar estrategias para vincularse de manera sana, cercana y protectora con su hijo. La clave estaba en que aprendieran a mirar incondicionalmente a su hijo, algo que no estaban haciendo, ya que cada vez que Leo suspendía un examen o volvía tarde a casa después de estar con sus amigos era castigado duramente por ello. Los padres de Leo debían aprender a mirar incondicionalmente a su hijo, lo que quiere decir que su amor, su tiempo y su cariño nada tenían que ver con lo que Leo hiciera o dejara de hacer, independientemente de que a los padres les gustara o no. Les expresé a los padres que para lograr el objetivo de sustituir castigos por mirada incondicional debían dejar en un segundo plano el ámbito académico de Leo y centrarse en él. Les recomendé que por las tardes dedicaran todo su tiempo a jugar con él, ir al cine, juegos de mesa en familia, unas partidistas a la videoconsola, conversar y, por supuesto, que se sentaran con él para hacer las tareas escolares. Las primeras semanas fueron tremendamente duras para ellos. Cambiar la dinámica de los castigos no es fácil. Tenemos grabado a fuego que un mal acto debe ser castigado y no tenemos ninguna intención de comprender qué motivo dicha acción.
Nos cuesta dejar las acciones negativas de nuestros hijos sin consecuencias y caemos muy fácilmente en el chantaje emocional: “si haces los deberes después jugaremos un rato” o “si te portas mal papá no se sentirá orgulloso de ti”. Y yo me pregunto: si no hace sus deberes, ¿no dedicarás un tiempo a jugar con tu hijo? Si no cumple con tus expectativas, ¿ya no te sentirás orgulloso de tu hijo? ¿Quieres a tu hijo por quién es o por lo que hace?
Recuerdo como si fuera ayer, el día que los padres, en medio de todo este aprendizaje, vinieron devastados a consulta. Me contaron lo que había pasado la tarde anterior. Habían planificado ir la familia entra a jugar a los bolos, pero Leo les había pedido salir un rato antes con sus amigos. Los padres aceptaron, sin embargo, le dijeron que a las 18:00 debía estar en casa y le hicieron que diera su palabra de que no fumaría porros. El caso es que Leo apareció a las 18:45 en casa con los ojos rojos de tanto que había consumido. ¿Qué debían hacer los padres? ¿Cómo gestionar todo esto? ¿Qué hubieras hecho tú ante esta difícil situación? Si nos dejamos guiar por el modelo del castigo, Leo sería castigado por no haber cumplido con el acuerdo al que habían llegado, no obstante, estábamos trabajando una manera más respetuosa y comprensiva de abordar las dificultades de Leo que se basa en la mirada incondicional. Sin embargo, la madre no pudo soportar la situación y canceló el plan familiar porque “esto no podía quedarse sin que tuviera una reprimenda”. Ella me preguntaba: ¿Y qué hago? ¿Me llevo a mi hijo así a los bolos? Aceptar incondicionalmente a nuestros hijos implica quererlos independientemente de que lleguen tarde y también implica amarlos habiendo consumido o no.
Una cosa es la acción y otra bien diferente son ellos como personas. No se justifican ni aplauden los hechos, pero sí que debemos comprender por qué han actuado de esa manera. Los padres querían que Leo aprendiera, sin embargo, no le estaban mostrando amor incondicional: “si no consumes, vamos a los bolos, pero si fumas no vamos a ir”. No entendieron que Leo hacía todo esto porque era la única manera que tenía de sentirse protegido. No consiste en que aplaudamos el hecho de que llegara tarde y que consumiera, no obstante Leo solo quiere ser comprendido y que entendamos que era la única manera que tenía de encontrar el equilibrio y la protección. Leo no encontraba la protección y el amor incondicional en su familia porque solamente recibía atención cuando no consumía. En aquellas situaciones en las que consumía le dejaban de lado, no le atendían, no iban a los bolos. La protección a un menor no debe depender de su comportamiento, sino que es algo que hay que garantizar siempre.
El caso que expongo de Leo es uno de los miles de casos en donde prevalece lo que los menores deben hacer sobre lo que pueden hacer. Leo solamente buscaba protección y la encontró en un grupo de chavales cuyas dinámicas giraban en torno al consumo. Sentía un gran vacío en casa que rellenaba con las drogas, las malas compañías y las relaciones sexuales. Los altos niveles de cortisol (hormona del estrés) que tenía y la desvinculación que sentía de sus padres se equilibraban con el consumo de porros, aunque fuera solamente durante unas pocas horas. Leo necesitaba ser visto por sus padres y ser miembro fundamental de su familia, además de ser mirado incondicionalmente. Lo cierto es que cuando nuestros hijos buscan la protección fuera de casa es porque, por los motivos que sean, en casa no están recibiendo la protección que precisan. Debemos plantearnos si queremos poner el foco en la conducta que llevan a cabo nuestros hijos o, por el contrario, focalizarnos de manera integral e incondicional en ellos como personas.