Skip to content Skip to footer

“De mayor tienes que ser un gran médico” o cómo los mandatos familiares afectan a tu hijo

“Cuando seas mayor, deberás estudiar mucho para poder ser un gran médico como tu padre y tu abuelo”, “Mi hijo Carlos es socio del Atlético de Madrid desde el mismo día en que nació”, “María, jamás te muestres vulnerable delante de los demás, no te traerá nada bueno”. Estas y otras muchas frases pronunciadas por padres y madres a sus hijos son frecuentemente escuchadas en diferentes contextos. Por supuesto que todos los padres buscan lo mejor para sus hijos, pero no nos damos cuenta de la tremenda influencia que tenemos sobre ellos y el condicionamiento que ejercemos desde bien pequeños. A esto es lo que los psicólogos llamamos los mandatos familiares.

Un mandato familiar es una orden o precepto que los padres dicen de manera explícita a sus hijos o bien lo actúan de manera implícita. Se refieren a uno mismo, a los demás o al mundo en el que vivimos. Por lo tanto, los mandatos son decisiones que toman por nosotros y que no hemos elegido.

¿Por qué nada más nacer tu hijo lo haces socio del Atleti? ¿Por qué pretendes que tu hijo sea un gran doctor? ¿Solo por el hecho de que tú y tu padre lo fuisteis? ¿Quizás por todo lo contrario? ¿Fue tu profesión frustrada y quieres que tu hijo haga lo que tú no fuiste capaz de hacer? En todos estos casos, estamos dejando de lado la opinión, las emociones, los sentimientos y las inclinaciones de nuestros hijos. Estamos actuando de una manera tremendamente egoísta con ellos y les estamos anulando por completo. “¿Qué importa lo que quieran y puedan elegir mis hijos? Yo quiero lo mejor para ellos y por eso elijo en su lugar”. A nadie le cabe la duda de que este padre o esta madre quiere lo mejor para su hijo/a, pero lo están haciendo mal. Muy mal. ¿Por qué no les dejamos a los niños que tomen sus propias decisiones? “Yo creo que lo que deberías estudiar es…”, “En tu lugar, yo haría…”.

Los mandatos son órdenes o instrucciones que se traspasan de generación en generación. En tu caso, ¿puedes pensar en algún mandato común a varias generaciones pasadas? Seguro que sí. ¿Cómo te ha influido en tu vida? ¿Ha sido para bien o para mal? Los mandatos son transgeneracionales y resulta muy difícil liberarse de ellos.

El hecho de que conozcamos racionalmente los mandatos que nos han transmitido nuestros padres no es una condición suficiente para poder abandonarlo. El motivo es que tienen una alta carga emocional. Para poder hacerlo, primero tengo que ser consciente de que esto es un mandato y no es algo que haya elegido yo, sino que ha sido impuesto. Algunos ejemplos de mandatos que nos transmiten o nos han transmitido nuestros padres son “no me superes”, “sé fuerte”, “no te comportes como un niño”, “sé perfecto”, “no estés bien”, “no crezcas”, “no pertenezcas a ningún grupo”, etc. Pero los mandatos positivos, llamados permisos también se dan: “puedes equivocarte”, “estás bien”, “te quiero y me gustas”, etc.

Debemos aceptar a nuestros hijos de manera incondicional, sin ningún tipo de condición o chantaje.

En no pocas ocasiones, recibo en consulta a padres agobiados con la situación o la problemática que están viviendo sus hijos. Pero resulta que sus hijos están más estresados aún que sus padres. El horario que tiene hoy en día un niño es tremendamente desorbitado. Se pasa unas ocho horas en el colegio con una exigencia no desdeñable; por la tarde tocan las extraescolares, los deberes, estudiar para los exámenes, ducha, cena y a la cama. Es curioso cuando indagamos en los motivos por los que los niños acuden a determinadas extraescolares. Son muchos los niños que acuden a unas 3-4 clases extraescolares sino más. Una vez le pregunté el motivo de tantas extraescolares a una madre y me contestó lo siguiente: “Juan va a inglés porque es el idioma del futuro; a técnicas de estudio para que no se relaje; a fútbol porque su padre le haría mucha ilusión que fuera futbolista; y a Música porque dicen que amansa a la fieras”. Y yo me pregunto, ¿el niño que pinta en todo esto? Nada. Ni siquiera se le ha dado la oportunidad de decidir. El pobre Juan va de clase en clase sin haber decidido nada al respecto y tremendamente desmotivado.

En otra ocasión me mostré sorprendido cuando unos padres me dijeron que su hija iba a clases de refuerzo de Matemáticas. Mi sorpresa se debía a que era una niña trabajadora y que siempre aprobaba todo, incluidas las Matemáticas. El motivo por el que la niña iba a clases de refuerzo se debía a que su madre cuando iba al colegio siempre llevaba las Matemáticas a rastras y las suspendía. Fruto del miedo de la madre, decidieron apuntarla. Todos queremos lo mejor para nuestros hijos pero debemos ser conscientes de que, en ocasiones, tomamos decisiones por ellos pero pensando en nosotros. Claro que está bien el refuerzo, pero cuando sea necesario. Si aplicáramos el “más vale prevenir que curar” a rajatabla, todos los niños deberían ir a clases de francés por si Francia decide invadirnos dentro de unos años.

Por todo ello siempre defiendo que debemos aceptar a nuestros hijos de manera incondicional, sin ningún tipo de condición o chantaje. Es decir, no te quiero por lo que haces o no haces, sino por quién eres. Eres mi hijo y, hagas lo que hagas, te querré igual. No consigues puntos para que te quiera más o menos. Mi apoyo y mi amor incondicional no dependen de nada, son incondicionales. Depende de que existas. Es frecuente encontraros con padres o madres que le dan excesiva importancia al ámbito académico.

Si constantemente estoy protegiendo a mis hijos, el mandato que les estoy mostrando implícitamente es “no eres capaz”.

En su ímpetu de que sean excelentes médicos, empresarios, abogados o arquitectos condicionan sus muestras de amor hacia sus hijos: “Si cumples con mi expectativa o mi mandato (aprobar todo), tienes mi cariño”. Pero, ¿qué ocurre si el niño no cumple con la expectativa de su padre o su madre? Pues que el padre deja de mostrarle su apoyo y esto se transforma en “no quiero hablar contigo, me siento defraudado”, “no me esperaba esto de ti” o “vete a tu habitación”. Por lo tanto, es un apoyo condicionado. ¿A qué? A que el niño cumpla con mi expectativa. Y si el niño se le ocurre pedirle a su padre o madre que le abrace porque lo necesita, el padre se lo niega “porque estoy muy enfadado contigo”.

¿Por qué está pasando todo esto? Entre otras cosas porque solo nos interesa cultivar el ámbito intelectual y cognitivo de nuestros hijos, dejando de lado los aspectos más emocionales. ¿Sabéis cuál es el factor que mejor predice la calidad de vida de nuestros hijos? La autoestima. Y como suelo comentar, la autoestima no es algo que venga codificado genéticamente en el brazo corto del cromosoma 4. Ni siquiera en el cromosoma 17 ni 20. La autoestima es algo que se trabaja y rellena en casa. Si nosotros como padres no confiamos en nuestros hijos, ¿quién lo hará? Por todo ello, es de vital importancia para nuestros hijos que les aceptemos y les miremos incondicionalmente.

Y ya para concluir, vuelvo a alertar sobre las terribles consecuencias que tiene la sobreprotección en nuestros hijos. Si tiendo a hacerle todo y a evitarle frustraciones y disgustos, jamás aprenderá a gestionarse por sí mismo. Comenzábamos el artículo hablando de los mandatos familiares. Si constantemente estoy protegiendo a mis hijos y no les dejo que se midan y experimenten ante diferentes situaciones, el mandato que les estoy mostrando implícitamente es “no eres capaz”. Y esto, tiene consecuencias directas y negativas sobre la autoestima de nuestros hijos. Por todo ello, seamos conscientes de los mandatos que arrastramos de generaciones anteriores a las nuestras y que les estamos pasando a nuestros hijos. Dejémosles hacer las cosas por sí mismos y aceptad incondicionalmente a vuestros hijos. Ellos lo merecen.