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Cómo afecta el uso de pantallas al contacto emocional con nuestros hijos

El ser humano nace con la predisposición a conectarse con los demás, especialmente con sus cuidadores principales. Gracias a este lazo emocional que le une a sus padres, podrá manifestar sus necesidades e irá desarrollándose de una manera más o menos sana en función de la respuesta que reciba de ellos. A esta relación emocional que se establece entre el bebé y sus padres se le conoce con el nombre de apego. El desarrollo de un apego seguro se consigue mediante la presencia sensible de unos padres implicados y empáticos que son capaces de dar respuesta de manera suficiente y respetuosa a las necesidades de sus hijos. Si queremos que nuestros hijos, el día de mañana, sean personas sensibles, seguras, respetuosas y con capacidad de regular sus impulsos y emociones, debemos aportarles protección y autonomía en sus primeros años de vida.

El apego se desarrolla, principalmente, a través del tacto, la voz y la mirada de los padres. Unos padres que acarician a sus hijos con respeto y amor, que habitualmente mantienen la calma sin necesidad de levantar la voz y que miran incondicionalmente a sus hijos es más probable que desarrollen un apego seguro. Y es que el apego seguro es un factor de protección para todos los obstáculos que nos encontremos en la vida, mientras que el apego inseguro es un factor de riesgo. Con todo esto vemos la importancia de la conexión con los demás. Recordemos que venimos de serie con la capacidad y la necesidad de conectarnos emocionalmente a los demás, especialmente a nuestros padres.

¿Y qué tiene que ver la conexión emocional con el uso de los dispositivos tecnológicos? Pues según las investigaciones científicas y lo que vemos en nuestro día a día tiene mucho que ver. Veamos cuánto de comunes son las siguientes situaciones: pedir en una terraza que nos sirvan el aperitivo y que el camarero prácticamente no nos mire a los ojos; preguntarle algo a nuestro hijo o pareja mientras ven absortos la televisión; ver a un grupo de adolescentes en un banco cada uno con su móvil sin interactuar entre ellos. Todas ellas son situaciones bastante habituales y frecuentes en nuestra vida cotidiana. ¿Cuáles son las causan que provocan dichas situaciones?

Son muchos los factores que influyen para que cada vez nos miremos menos a la cara, pero desde luego que un uso excesivamente prolongado de los dispositivos tecnológicos afectará negativamente en esta cuestión. Las pantallas y los dispositivos tecnológicos llegaron ya a nuestras vidas hace unas décadas y lo han hecho para quedarse. Es el mal uso o el excesivo tiempo que les dedicamos lo que está teniendo importantes consecuencias. Lo cierto es que los estudios señalan que establecer contacto visual con los demás es algo que cada vez hacemos menos y las pantallas tienen mucho que ver. En vez de sentarnos alrededor de la mesa a contarnos cómo nos ha ido el día, desenfundamos nuestros móviles como vaqueros tecnológicos o vemos la televisión mientras cenamos. No olvidemos que el ser humano viene “de serie” con la capacidad de conectarse emocionalmente, que no tecnológicamente, a los demás. Podemos decir que la conexión emocional se da cuando establecemos contacto visual durante, al menos, un 60-70% del tiempo que dura la conversación. Un porcentaje mayor puede interpretarse como agresivo o puede hacer sentir mal al otro y un porcentaje menor nos impide obtener todos los detalles emocionales y sociales imprescindibles para una buena interacción. Pues bien, según Quantified Impresions, una compañía de Texas que analiza el tipo de comunicación que establecemos entre nosotros, hoy en día un adulto dedica entre un 30 y un 60% del tiempo de una conversación a mirar a la persona que está hablando. Esto implica que a menor contacto visual, menos información obtenemos de los demás y más pobre será la conversación.

Como venimos comentando, el ser humano dispone de un programa genético que nos predispone a determinadas acciones como la conexión emocional, mientras que, por otro lado, tendemos a evitar o demostrar desagrado por otras circunstancias. En los años 40, el psiquiatra francés René Spitz, conocido por el concepto de hospitalismo, comprobó que colocarse delante de un bebé y hablarle provoca en el pequeño una sonrisa. En cambio, mirar hacia atrás mientras le estamos hablando no le agrada en absoluto. Actualmente, la expansión y normalización de los dispositivos tecnológicos tanto en niños y adolescentes como en adultos, ha hecho que disminuya de manera significativa el contacto visual entre nosotros. No podemos atribuirlo solamente a las pantallas sino también al poco tiempo que estamos los padres con nuestros hijos, entre otros motivos, por las interminables jornadas laborales que tenemos. Además, los estudios señalan que durante el confinamiento y la pandemia, el número de horas que nuestros hijos han dedicado a las pantallas ha aumentado de manera significativa, lo que sin lugar a dudas tendrá unas consecuencias a medio y largo plazo.

En conclusión, el niño necesita que sus seres queridos conecten emocionalmente con él para poder interpretar correctamente sus necesidades y que los adultos que rodean al bebé puedan cubrir sus necesidades tanto emocionales como fisiológicas. El escaso tiempo que dedicamos a mirar a los ojos a los demás mientras interactuamos con ellos disminuye la información que obtenemos de amigos y familiares, ya que, por ejemplo, dejamos de interpretar las emociones correctamente al no mirar a los ojos y no podemos adaptar nuestra conducta en función de las emociones de los demás si no las conocemos. Si los adultos no conectamos con nuestros hijos desde que son pequeños, no entenderemos qué necesitan ni estaremos en disposición de enseñarles de manera implícita a conectar con los demás. Si no te miro, no conecto con tus necesidades y no te doy la importancia que mereces, entonces convertimos a nuestros hijos en invisibles y les mandamos el mensaje implícito, pero contundente, de que no son importantes ni dignos de ser queridos. Creo que una de las circunstancias más dolorosas por las que puede pasar un ser humano es la de sentirse invisible o no visto. La visibilidad y el amor incondicional se desarrolla con la mirada de los padres. Como decía Eric Berne: “la mirada de una madre convierte a su hijo en príncipe o en sapo”.